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UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
XXV SEMINARIO INTERUNIVERSITARIO DE TEORÍA DE LA
EDUCACIÓN "LAS EMOCIONES Y LA FORMACIÓN DE LA
IDENTIDAD HUMANA"
Salamanca. Noviembre de 2006
ADDENDA
.
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regulaciones nacionales e internacionales.

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¡AYÚDAME A MIRAR!: EL VALOR PEDAGÓGICO DE LA SOCIALIZACIÓN EN
LA AFECTIVIDAD PARA LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVAS IDENTIDADES
MASCULINAS
Eduardo S. Vila Merino
Universidad de Málaga
eduardo@uma.es
1. Socializaciones afectivas en clave de género: una mirada desde la alteridad
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de
mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto
su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
¡Ayúdame a mirar!
EDUARDO GALEANO (El libro de los abrazos)
Comenzar con esta breve historia de Galeano constituye una declaración de
intenciones y un (pre)texto metafórico que nos permita entender que la socialización y la
educación en la afectividad es algo para lo cual resulta imprescindible ese otro u otra desde
quien tiene sentido la relación de alteridad que se torna en prerrequisito de la acción humana.
Para ver el mar de lo que nos hace humanos, y específicamente la inmensidad de nuestras
emociones y sentimientos, es imprescindible ese otro/a que nos ayude a mirar y entender
nuestras miradas desde la alteridad. A su vez, esa relación de alteridad podemos
circunscribirla desde lo ontológico, lo social y lo ético. (Vila Merino, 2005) En el primer
caso, la mirada ética se da desde la presencia o la ausencia de un ser semejante; desde el
reconocimiento, la afirmación recíproca, la valoración de su diferencia y el sentido de su
identidad, tal y como es, sin condiciones ni excusas, sino como cómplice en ese proyecto
común e intercultural que denominamos humanidad. Desde lo social hablaremos de una
dimensión política e incluso normativa, en la medida en que el otro/a nos exige la dimensión
colectiva de la ética al implicar también la presencia de un tercero : “El tercero me mira en los
ojos del otro.” (Lévinas, 1997, 226). Y en el caso de la ética, hay que hacer referencia a una
relación de responsabilidad y complicidad, pero también a algo más, puesto que la alteridad
no es sólo una característica de lo ético, sino que construye su sentido y constituye su esencia.
De esta manera, entendemos que esa mirada desde la que construimos categorías
interpretativas para intentar entender eso que llamamos realidad (aunque a veces las
confundimos), nos permite concretar sobre las mismas nuestra identidad. Sin embargo, hay
formas de entender las identidades que las vuelven compartimentos estancos y las
transforman en mecanismos de exclusión de la alteridad que no encaja en ellos, como sucede
con los géneros que se entienden distintos a los estereotipos hegemónicos, relegados al
ostracismo y la discriminación. Por eso hay que evitar que nuestros discursos estén
compuestos por palabras vacías, etiquetadoras, a partir de las cuales no se ve al otro o la otra
mas que como abstracción, volviéndolos armas contra la alteridad. Ésas son las palabras que
permiten que las miradas primeras no sepan ver, que no tengan memoria sino prejuicios, que
no sean sino para constatar la negación de otras maneras e ser, estar y parecer. Ésas no son las

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miradas que nos interesan en una pedagogía del género, porque en definitiva desde la
pedagogía lo que debemos es “dar la palabra, hacer hablar, dejar hablar, transmitir la lengua
común para que en ella cada uno(a) pronuncie su propia palabra.” (Larrosa, 2001, 428)
¿Qué papel tiene en todo esto la afectividad, tanto desde el punto de vista de la
socialización como educativo? En primer lugar, antes de responder directamente a esta
cuestión, sería necesario ver qué vamos a entender por afectividad, qué engloban en el
contexto conceptual que marcamos en estas reflexiones y cuál es su relación con los términos
al uso más frecuentes a la hora de hablar de esta dimensión humana que tantas
denominaciones ha ido arrastrando históricamente (espiritual, pasional, sentimental, del alma,
emocional, irracional,...). En este sentido, quiero plantear en principio una primera distinción
entre la palabra 'emoción' y la palabra 'sentimiento'. Ambas son utilizadas mayoritariamente
como sinónimos, aunque su origen etimológico y evolución hayan sido diferentes. Así, según
el Diccionario de la Real Academia Española:
emoción. (Del lat. emot o, -ônis). 1. f. Alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable
o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática. 2. f. Interés, generalmente
expectante, con que se participa en algo que está ocurriendo.
sentimiento. 1. m. Acción y efecto de sentir o sentirse. 2. m. Estado afectivo del ánimo
producido por causas que lo impresionan vivamente. 3. m. Estado del ánimo afligido por
un suceso triste o doloroso.
Desde aquí es necesario establecer una distinción fundamental entre ambos vocablos,
que haría referencia a la variable tiempo, en el sentido de que la emoción hace referencia a lo
inmediato, a la reacción o pulsión intensa frente a lo acontecido, pero también breve en su
desarrollo; mientras que el sentimiento tiene un carácter temporal con vocación de
continuidad y extensión. O sea, que las emociones son fulgurantes y momentáneas, y los
sentimientos perdurables, si bien unas influyen en los otros y viceversa.
En este sentido, he optado por inclinar la balanza por el termino afectividad, ya que
considero que en el mismo podemos incluir las emociones y sentimientos, nos indica nuestras
preferencias e inclinaciones sobre sujetos y objetos, y se relaciona con la sensibilidad, el
autoconcepto, el que tenemos de las demás personas y en las relaciones con las mismas. De
nuevo según el DRAE:
afectividad. (De afectivo). 1. f. Cualidad de afectivo. 2. f. Psicol. Desarrollo de la
propensión a querer. 3. f. Psicol. Conjunto de sentimientos, emociones y pasiones de una
persona. 4. f. Psicol. Tendencia a la reacción emotiva o sentimental.
A su vez, partir de la afectividad como concepto nos debe hacer entrar de lleno dentro
de una mirada donde el origen de esos procesos afectivos y su desarrollo se dan
fundamentalmente desde lo social, es decir, como construcciones culturales que vamos
adquiriendo e internalizando (desde lo intersubjetivo a lo intrasubjetivo, que diría Vigotsky).
De esta manera, y siguiendo a Wertsch (1988), no debemos olvidar que el propio Vigotsky
planteaba que los dos subcomponentes de la conciencia son el intelecto y la afectividad, los
cuales se encuentran interrelacionados y en interacción permanente con el medio. Es en este
sentido que podemos afirmar con Elster (2002, 314), contextualizando en el lenguaje
consensuado anteriormente, que no hay ninguna emoción/sentimiento en ninguna sociedad
que no sea 'otra cosa' que una construcción social.
Otra cuestión que desearía destacar, derivada de las corrientes culturalistas que

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defiende un enfoque de las emociones principalmente semiótico y las perciben como
“instrumentos de significación y prácticas constructivas a través de los cuales aquéllas
adquieren forma, sentido y curso público”, (Geertz, 2002, 198) es partir de que, al ser
constructos, derivan su significado del lugar (físico y simbólico) en que la experiencia es
vivida, como modos de aprehensión particulares basados en formas culturales y sociales
también locales.
Esta concepción es importante para toda la argumentación presente, puesto que si nos
centramos en los modelos de socialización en la afectividad, haciendo un análisis en clave de
género, el primer obstáculo que debemos salvar es el del discurso determinista que pretende
naturalizar lo que en realidad son constructos emergentes de redes de significados basadas en
modelos socioeconómicos que mediatizan nuestra manera de ser-en-el-mundo. De hecho,
gran parte del sentido y objetivo de la teoría feminista en general se ha basado en ir
derribando ese halo de naturalización que la sociedad patriarcal ha generado para legitimar
desigualdades y discriminaciones frente, no sólo a las mujeres, sino cualquier manifestación o
manera de entender los géneros y su papel social distinta de la hegemónica.
Frente a esto, cabe que reafirmemos, junto a Bruner (1986, 127), que “la mayor parte
del aprendizaje que tiene lugar en la mayoría de los marcos es una actividad comunitaria, un
compartir la cultura.” Así entenderemos mejor porqué las mujeres están construyendo nuevas
formas de identidad, más autónomas e igualitarias, y porqué han surgido líneas de
pensamiento tan interesantes como la teoría queer (que, surgida al amparo de los estudios
culturales y como respuesta a determinadas concepciones conservadoras en relación a las
posibilidades de articulación de los géneros más allá del sexo, también está desarrollando
aportaciones más que valiosas al ámbito pedagógico). Y posiblemente eso nos lleve a
empezar a ver qué razones habrá para que los hombres no estemos siendo capaces en general
(aunque empiecen a haber movimientos y corrientes teóricas dedicadas a ello) de construir
nuevas maneras de ser y asumir las transformaciones sociales en las relaciones de género,
rompiendo con los estereotipos y contravalores de la masculinidad hegemónica, que tan
negativa es para todas y todos, y que, en particular, tanto ha hecho por nuestra
‘incompetencia’ afectiva como colectivo.
Husserl (1986) hablaba de la experiencia de lo ajeno como ‘la verificable accesibilidad
de lo que es originariamente inaccesible’, es decir, como aquello diferente de lo propio, lo que
no nos pertenece (y, por tanto, nos es inaccesible en ese sentido). Aquí es necesario visibilizar
la relación entre identidad y alteridad, entendiendo la primera en este contexto como proceso
de identificación que se da en el mundo de la vida. En palabras de Baumann (2001, 168-169):
“Todas las identidades son identificaciones, todas las identificaciones son dialogicistas y
todos los intentos de conseguir un sueño común son prácticos.” Esto, llevado al terreno de las
socializaciones afectivas y la construcción de nuevas formas de masculinidad nos debe
enfrentar con la necesidad de ver cómo se producen esos procesos de identificación en
función de los géneros atribuidos hegemónicamente a través de su representación social y el
imaginario (estereotipado las más de las veces) generado alrededor de los mismos, como
forma de contribuir a su re-construcción bajo premisas contrahegemónicas, en la medida que
éstas permitan un desarrollo afectivo y social no encorsetado en convencionalismos y dogmas
que cercenan maneras diferentes de entender la masculinidad y los valores asociados a la
misma.
La mirada de la alteridad tiene sentido, por tanto, en las relaciones sociales, por lo que
el proceso de socialización se torna fundamental para ello, en el triple sentido de

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identificación, subjetividad e internalización. Giddens (2001, 739) lo define como un proceso
social permanente de toma de conciencia de las normas y valores y adquisición de un sentido
definido del yo. Mas no podemos desgajar ese proceso de socialización del contexto y el
histórico que lo ha generado, ya que la identidad necesita un espacio de afirmación. Desde
aquí, penetrando en el tema de las construcción social de los géneros, podemos observar cómo
ese espacio de afirmación ha servido para delimitar con precisión los roles de los hombres y
mujeres en lo público y en lo privado, en lo cognitivo y en lo afectivo, en el poder y en la
sumisión, en lo visible y lo oculto. En este sentido, es destacable lo que plantea Grossberg
(2003, 167), puesto que no debemos olvidar que “aunque todos los individuos existen dentro
de los estratos de la subjetividad, también están situados en determinadas posiciones, cada
una de las cuales permite y restringe las posibilidades de la experiencia, de representar esas
experiencias y de legitimar esas representaciones.”
2. El proceso de (re)construcción de nuevas identidades masculinas y el papel de la
pedagogía en el mismo.
Hablar de géneros no significa sólo hacerlo desde una perspectiva femenina, puesto
que la construcción sociocultural que suponen tiene unas causas y unas consecuencias que se
vivencian de manera distinta y que mediatizan la generación de identidades en base a unos
valores hegemónicos que nos pretenden imponer una forma de ser hombre y mujer,
excluyendo otras maneras de construir la sexualidad humana y estereotipando la
heterosexualidad en unas pautas de discriminación y opacidad emocional/sentimental.
Aquí resulta fundamental no realizar esos análisis en abstracto, sino
contextualizándolos en diferentes entornos socioafectivos, económicos y culturales, porque ni
hay una expresión única de la masculinidad ni de su reconstrucción debe salir un canon
monolítico, considerándose importante trabajar desde un punto de vista pedagógico no sólo
sobre las consecuencias, sino sobre todo sobre las causas en cuestiones de género, enfatizando
además la idea de las consecuencias nocivas que el modelo patriarcal tiene tanto para las
mujeres como para los hombres.
De esta manera, para centrarnos en el tema de las masculinidades, podemos partir de
lo que nos manifiesta Elizabeth Badinter (1992):
- No hay una masculinidad única y hegemónica, lo que implica que no existe un modelo
masculino universal y válido para cualquier lugar, época, clase social, edad, raza,
estatus,… sino una diversidad heterogénea de identidades masculinas y maneras de ser
hombres.
- La versión dominante de la identidad masculina no constituye una esencia sino una
ideología de poder y opresión a las mujeres que tiende a justificar la dominación
masculina.
- La identidad masculina, en todas sus versiones, se aprende y por tanto también se puede
cambiar.
A estas premisas yo le añadiría una cuarta. Insistir en el hecho de que la masculinidad
hegemónica tiene también unos desastrosos efectos para el conjunto de los hombres, tanto los
que se identifican con el mismo (porque tienen vetadas muchas dimensiones de su ser,
fundamentalmente las vinculadas a la afectividad), como los que, al no estarlo, sufren las
consecuencias de la discriminación o desconsideración social de quien no cumple con un
patrón o medida impuesto. En palabras de Bourdieu (2000, 68): “El privilegio masculino no

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deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y la contención permanentes,
a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier
circunstancia su virilidad.” Todo esto se aprecia desde la infancia, ya que los niños tienen que
aprender a ser fuertes, agresivos,… si no, se cuestiona su sexualidad, su ‘hombría’. Tienen
vetada la ternura, la manifestación del cariño, cada vez más cuando uno se va “haciendo
hombre”, configurando una suerte de 'ceguera' en el ámbito de la afectividad, eminentemente
relacional, que sobre todo existe por la irracional necesidad que manifestamos de
distanciarnos y marcar territorio frente a los valores socialmente considerados como
femeninos, lo que a mi juicio en el fondo implica, entre otras cosas, una especie de ‘miedo’
hacia lo femenino reflejo de inseguridades propias de los hombres, puestas al descubierto,
desnudadas por las transformaciones sociales actuales, lideradas por los movimientos
feministas y homosexuales, dentro de la manera de concebir y construir el binomio sexo-
género.
Partiendo de una concepción de la masculinidad referida a “un abanico de identidades
sociales que se configuran por medio de la competición dentro de unos espacios sociales
homogéneos (...) (que) incluye tanto la lista de rasgos sociales ‘masculinos’ como la regla de
significado que los articula” (Tomé y Rambla, 2001, 24), tenemos que reconocer que la
realidad es que a estas cuestiones no se les ha prestado la atención necesaria, o al menos no
hasta hace relativamente poco tiempo (sobre todo a partir de la década de los 90 en nuestro
contexto). Así, cuando en el ámbito educativo se habla de género, además de centrar el debate
sólo en una pedagogía de las consecuencias, nos vamos sobre todo a analizar la
discriminación de las mujeres, indudable y atroz, pero se nos olvida que una pedagogía de las
causas, como es la necesaria para intentar darle respuesta a tales discriminaciones y a otras
menos visibles pero que también existen, debe contar también con un espacio para que los
niños y jóvenes reflexionen y se cuestionen los fundamentos de su identidad masculina, los
mensajes que la familia, los medios de comunicación, etc., les lanzan, cómo estos les afectan,
el por qué de la necesidad de manifestar formas de expresión violentas (simbólicas o
materiales), las razones para tener que estar reafirmando permanentemente su ‘hombría’. Y es
que coincido con la idea de que
“Detrás de cada representación de hombre adulto o adolescente se esconde una persona
harta de la interpretación y de no poder contactar profundamente consigo mismo y con
otras personas (atrapado dentro de una coraza de miedo). En la socialización de la
masculinidad tradicional se oculta al individuo y se deja salir a la norma para evitar la
burla o el ostracismo. Sin embargo, descubrir gran parte de esa identidad oculta constituye
el punto de partida para el cambio de los hombres hacia una sociedad más igualitaria y
menos esclavizada por la injusta estructura de género. Cuando los varones sean capaces de
desconectar de la norma, lo racional y lo que se espera de ellos en el ámbito público y
tomen contacto con lo íntimo, con las emociones y con los sentimientos, estaremos
comenzando el cambio.” (Pescador, 2004, 127)
Ya en 1994 la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo exhortaba
a los países a promover el apoyo de los hombres en la lucha por la igualdad entre hombres y
mujeres y alentar su participación y su responsabilidad compartida en todos los aspectos de la
vida en familia y la salud reproductiva. Sin embargo, actualmente los Objetivos de Desarrollo
del Milenio de la ONU prestan escasa atención explícita a los papeles del hombre, aunque es
evidente la necesidad de involucrarlos en el logro de esos objetivos. Y esto atañe, como
cuestión de principio, no sólo a los hombres ‘académicos’, sino a todos, en especial aquellos
que, marginados por la pobreza u otras circunstancias, tienen necesidades y deseos que
merecen más atención y que no podemos olvidar a la hora de hablar de desigualdades y

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discriminaciones y de la forma de atajarlas y que la humanidad entera se libre del yugo de las
injusticias del sistema de valores patriarcal. Además, como cuestión práctica, debido a que los
hombres tienen un poder preponderante en todos los aspectos de la vida pública y privada su
cooperación es imprescindible, no sólo en las esferas doméstica y comunitaria, sino también
en el ámbito más amplio de las políticas estatales, económicas y de gobierno. La igualdad
entre hombres y mujeres y la transformación social que ésta entraña, tendrán más
probabilidades de lograrse cuando los hombres reconozcan que las vidas de hombres y
mujeres son interdependientes. Es por ello que, desde la perspectiva de las políticas sociales,
“Sólo una acción política que tome realmente en consideración todos los efectos de
dominación que se ejercen a través de la complicidad objetiva entre las estructuras
asimiladas (tanto en el caso de las mujeres como en el de los hombres) y las estructuras
de las grandes instituciones en las que se realiza y se reproduce no sólo el orden
masculino, sino también todo el orden social (comenzando por el Estado, estructurado
alrededor de la oposición entre su ‘mano derecha’, masculina, y su ‘mano izquierda’,
femenina, y la Escuela, responsable de la reproducción efectiva de todos los principios
de visión y de división fundamentales, y organizada a su vez alrededor de oposiciones
homólogas) podrá, sin duda a largo plazo, y amparándose en las contradicciones
inherentes a los diferentes mecanismos o instituciones implicados, contribuir a la
extinción progresiva de la dominación masculina.” (Bourdieu, 2000, 141)
En definitiva, para que el Hombre (como género dominante) realmente se transforme es
necesario intervenir en las fuerzas que determinan la construcción del poder masculino, por lo
que la (de)construcción de la masculinidad implica la desarticulación de los aspectos de la
religión, el racionalismo, el arte, la ciencia, la tecnología y de todas aquellas instituciones que
promueven y sostienen el poder masculino de forma implícita o explícita, incluyendo las
educativas. Como dice Boaventura de Sousa Santos (2003, 97): “Más que occidental y
capitalista, la ciencia moderna es sexista.” Así, los valores tradicionales de la masculinidad,
tales como el dominio, la protección, la posesión o la agresividad no deben sólo ponerse en
cuestión desde la perspectiva feminista, sino que debemos enfatizar el rechazo de muchos
hombres a los mismos. Así: “La construcción de nuevas masculinidades implica nuevas
posibilidades concretas de vivir para los hombres, la profundización positiva de sus
características, el reconocimiento social de nuevos valores.” (Oliver y Valls, 2004, 93)
Llevando estas reflexiones al terreno pedagógico, lo primero que hay que decir es que
la negación u ocultación de los conflictos de género ha sido un gran error en gran parte de las
instituciones educativas. Existe, en cuanto que hay personas segregadas y en cuanto que tiene
visibilidad tanto a nivel de contenidos como de organización y, sobre todo, valores. No se
puede hablar de educación en valores y seguir silenciando académicamente y de facto las
realidades diferentes a la construida por el modelo patriarcal, ya sea en la ciencia, la literatura,
el arte, la filosofía, etc. El conocimiento no es aséptico, y debemos convencernos de la
perversión que supone el seguir administrando convencionalismos interesados como verdades
absolutas.
De esta manera, cada centro educativo dispone en cierto sentido de su propio régimen
de género, el cual está formado por expectativas, reglas, rutinas y un orden jerárquico. Todo
ello crea diferentes repertorios de acción y tiene profundos efectos en las condiciones a través
de las cuales chicos y chicas configuran su identidad personal. De esta manera, podemos
inferir que los estudios sobre la construcción de la masculinidad en la escuela a partir de la
década de los noventa presentan, siguiendo a Rodríguez Menéndez y Peña Calvo (2005), unos
supuestos comunes que nos llevan al desarrollo de ideas como el que, aunque no todas las

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masculinidades tienen la misma consideración social, sí interaccionan a partir de una
compleja trama de intercambios y recursos sociales, vinculados a cuestiones físicas,
intelectuales, económicas, de aficiones, etc. En esta interrelación, desde el punto de vista
pedagógico, resulta fundamental el grupo de iguales (además de los modelos adultos), pues la
construcción de la masculinidad es una empresa colectiva y está unida al hecho del estatus
que se consiga entre los compañeros. Así, toda masculinidad que no haga ostentación de una
conducta heterosexual acusada y dominante, obtendrá un estatus inferior o etiquetado,
convirtiéndose la sexualidad como una forma de control y resistencia, también dentro de las
instituciones educativas.
De ahí la imperiosa necesidad de prestarle atención y esfuerzos pedagógicos a la
socialización y la educación en la afectividad. Como ya dijera el poeta Schiller:
“No basta, pues, que todo esclarecimiento de la razón sólo merezca respeto en la medida
en que se refleja en el carácter; en cierto modo, él brota también del carácter, porque el
camino hacia la cabeza tiene que ser abierto a través del corazón. La exigencia más
apremiante de nuestra época es la formación de la capacidad de sentir, no sólo porque se
transforme en un medio para un mejor conocimiento de la vida, sino también porque
tienda a una mejoría de ese conocimiento.” (Schiller, cit. Santos, 2003, 419)
3. La socialización y la educación en la afectividad como referentes.
Hablar entonces del proceso de socialización implica hacerlo ya no sólo en el ámbito de la
familia, sino cada vez más en el de los medios de comunicación (principalmente televisión y
todo lo vinculado a internet), la influencia de los grupos de iguales y el proceso de
mercantilización de la infancia y la adolescencia que subyace en los mismos. En el caso de
niños, jóvenes y hombres, como hemos visto, los mensajes relacionados de alguna manera
con la afectividad que reciben son cauterizadores, en el sentido que restringen el desarrollo de
la sensibilidad y la expresividad (“los chicos no lloran”, “sé un hombre”, “ten los pies en la
tierra”, “sé fuerte, no cedas, no te rindas”, “no necesitas a nadie, desconfía”, “no seas gallina”,
“compite y sé agresivo, hay que triunfar”, “no muestres lo que piensas, y menos aún lo que
sientes”, “tienes que ser un macho”, “cabeza de familia, el que lleva los pantalones”, “toma
decisiones y aplica soluciones para todo por ti mismo”, “debes desear a las mujeres y obtener
placer de ellas”, y un largo etcétera). ¿Cómo sería la persona que cumpliera con todas esas
expectativas que el patriarcado le exige? Esa cuestión parece que no se tiene muy en cuenta
cuando ponemos en práctica ideas o acciones basadas en las anteriores frases u otras de igual
calado.
Desde aquí, y sin obviar los factores neurológicos y biológicos en los estudios de las
emociones, que en gran gran de ellos nos dicen que las mismas se dan de manera diferenciada
en hombres y mujeres, o que determinadas hormonas predisponen a distintas reacciones
emocionales, o que los hombres concentramos la expresión de las emociones en el hemisferio
derecho del cerebro, mientras que las mujeres las dividen en los dos, considero que es en los
factores medioambientales y en el proceso de socialización donde encontramos los elementos
que permiten la construcción de los géneros y condicionan los valores que los construyen. Por
tanto, desde esta perspectiva, la masculinidad entendida en el sentido patriarcal del término,
“implica la construcción de un hombre escindido entre sus deseos, la necesidad de expresar
sus sentimientos y -en suma- desarrollar plenamente su afectividad, y las fronteras del género
que le indican que sólo puede hacer uso de un repertorio limitado de sentimientos, pero
especialmente de aquellos que guardan una relación más directa con la violencia.” (Barragán,

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2006, 75-76) De ahí la trascendencia de la socialización y la educación en la afectividad para
su desarrollo, que incluye aspectos como la forma de interacción diferenciada de las personas
adultas con respecto a las niñas y niños desde los primeros meses de vida, el tipo de
expectativas que se les muestran en según qué fenómenos o habilidades, etc., lo cual
constituye elementos desde los cuales “las criaturas adquieren unas representaciones sociales
de lo que es adecuado en los comportamientos masculinos y femeninos.” (Tomé y Rambla,
2001, 64)
Por eso considero que hay que hablar de una socialización y una educación en la
afectividad, como proceso análogo a la educación en valores que nos permita luchar contra
esas manifestaciones sexistas que se encuentran tan imbricadas en lo cotidiano de nuestro ser
y hacer social. En este sentido, en el ámbito pedagógico considero necesario proponer,
siquiera someramente, algunas estrategias y vías para iniciar estos cambios que permitan la
construcción y desarrollo de otras formas de masculinidad, tales como las siguientes:
1. La importancia de la presencia y valoración de modelos masculinos positivos, tanto
para jóvenes como para niños, basados en valores diferentes a los de la masculinidad
hegemónica. Esto resulta imprescindible, hoy más que nunca, debido a la tremenda
influencia de los medios de comunicación (cuya última coletilla podemos verla reflejada
en la encumbración de la cultura ‘metrosexual’), y ahí las instituciones educativas tienen
un papel importante. Los chicos no pueden identificarse sólo con productos televisivos,
guerreros sanguinarios o ambiciosos hombres de poder sin escrúpulos.
2. El trabajo multidimensional, desde sus distintos referentes sociales (familia, escuela,
medios de comunicación, nuevas tecnologías,...). Éste debe ser nuestro ideal, el trabajo
compartido de valores y acciones entre los diferentes agentes socializadores. Pero eso sí,
la escuela, instituto o facultad no puede ni debe escudarse nunca en la presunta
inoperatividad de otros agentes para seguir perpetuando la hegemonía de la masculinidad
dominante en su seno, que cuestiona su propio sentido educativo como institución.
3. La desvinculación del género hegemónico de los espacios escolares y su
transformación en espacios de convivencia. Así, ni el aula debe verse como parte de la
cultura femenina, que tiene más éxito académico, ni el patio del recreo como un coto
privado de los chicos para mostrar su masculinidad dominante y excluir otras formas de
estar en el mismo. En palabras de Carlos Lomas:
“la cultura masculina del patio y de la escuela constituye un espacio simbólico habitado
por una serie de líderes cuyas conductas (con respecto a sus compañeros y a sus
compañeras) son un fiel reflejo de las conductas y de los valores asociados al modelo
dominante de la masculinidad (el valor absoluto e incuestionable de la fuerza, el elogio
de la violencia, el menosprecio del diálogo y de la solidaridad, el maltrato a las chicas y a
los chicos que no se identifican con el modelo dominante de masculinidad...).” (Lomas,
2004, 21-22)
4. El hecho de plantear la organización de las actividades y del conocimiento desde la
perspectiva de la alteridad y no siempre del interés del grupo dominante beneficiado por la
escuela tradicional, haciendo que los niños participen en cuestiones organizadas en torno a
los intereses de las niñas y viceversa, o a las personas heterosexuales en programas
organizados en torno a los intereses de gays y lesbianas. Eso también ayudará a que no se
identifique lo ‘masculino’ en oposición a ‘femenino’, sino desde su generación
constructiva alternativa.

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5. El cambio de expectativas respecto a los modelos de respuesta de que son capaces los
chicos, puesto que a menudo respondemos también en función de lo que se espera de
nosotros, y transformar eso implicaría también quitar parte de la presión que la
masculinidad dominante ejerce en la construcción de la identidad de los alumnos. En este
sentido cobra especial importancia la educación en la afectividad para los niños y jóvenes
de manera que la misma les permita desarrollar estrategias para la socialización preventiva
de la violencia de género. (Oliver y Valls, 2004)
6. El fomento de espacios de reflexión masculina donde se cuestionen lo hegemónico,
sus consecuencias para sus vidas, su forma de ser, hacer y sentir. Además de los de índole
comunitario, es necesario que las instituciones educativas asuman un papel innovador en
esta línea con iniciativas concretas. Aquí es importante también visibilizar el principio
femenino que forma parte consustancial de la dimensión de alteridad de todos los géneros
y trabajar desde ahí el ámbito de la intimidad, tan vetado a los hombres y chicos
históricamente. En palabras de Lèvinas (1997, 173): “Y el Otro, cuya presencia es
discretamente una ausencia y a partir de la cual se lleva a cabo el recibimiento hospitalario
por excelencia que describe el campo de la intimidad, es la Mujer” (entiéndase aquí
Mujer, insisto, como principio femenino presente en todas y todos nosotros).
7. La inclusión, dentro de las ‘Escuelas de Familias’ que desarrollan muchos centros
educativos, de temas específicos vinculados con la construcción de la identidad de género
que permitan una reflexión compartida en torno no sólo a las consecuencias, sino también
a las causas estructurales de las desigualdades.
8. El desarrollo de investigaciones educativas de calidad desde los distintos contextos y
agentes de socialización que versen sobre la masculinidad hegemónica, sus efectos y
alternativas. En este sentido, también quisiera llamar la atención de la necesidad de
indagar en las razones estructurales que están haciendo que el éxito escolar tenga nombre
femenino y el mal-llamado fracaso, masculino, incluyendo un análisis de las
consecuencias sociales de estas cuestiones.
9. Debemos actuar, insisto, para aclarar que la presencia de un marcado carácter sexista
en el currículo no sólo es discriminatorio para las mujeres, bien sea desde la invisibilidad
o desde la minusvaloración social, sino que también ejerce influencias nefastas para los
chicos, pues contribuye a dar una visión de lo que significa ‘ser hombre’ afín a la
masculinidad dominante tradicional. De esta manera, otra vía interesante es la que plantea
la revalorización de las prácticas domésticas y de cuidado como contenidos curriculares,
ya que:
“Los saberes asociados a lo que tradicionalmente se denomina conocimiento doméstico, y
a cuidar a los demás, son la parte de l patrimonio pedagógico que el sexismo a ocultado a
nuestros ojos, de manera que hacerlo público es atravesar una barrera social muy sólida
(...) Se establece así una relación entre lo doméstico y lo público, es decir, una necesidad
de abrir las puertas que separan la vida doméstica de la vida pública; de manera que el
contexto de aprendizaje del conocimiento doméstico puede tener un papel primordial en
la formación de una futura ciudadanía autónoma y responsable que contribuya a
fortalecer el entramado de relaciones cívicas entre las personas.” (Solsona, N. et. al.,
2005, 19):
10. Finalmente, desde una perspectiva educativa comunitaria, resulta importante incidir

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en las posibilidades de realizar ofertas culturales y de ocio alternativas a los jóvenes y
niños, que resulten atractivas y fomenten valores ajenos a los hegemónicos. Nunca
podemos olvidar que hablar de educación desde una perspectiva de género es en definitiva
hablar de educación en valores, y eso incluye tanto los contextos educativos formales
como los no formales.
Estos puntos, si bien de manera sintética, considero que pueden ofrecernos elementos
de reflexión y pistas para la acción pedagógica que clarifique y nos permita ir construyendo
teorías y prácticas que nos ayuden a desarrollar otras formas, más igualitarias, de entender,
interpretar, construir y mirar la masculinidad; porque de miradas ha pretendido (con)versar
este texto, en el sentido que plantea Dibie (1999, 22), a modo de conclusión: “Mi mirada, para
no ver sólo un mundo rectilíneo y estratificado, ha tenido que adquirir amplitud, abrirse en un
ángulo mayor, oscilar, agudizarse y ajustarse a la medida de nuestro mundo, en suma, ha
tenido que inventarse unos ojos nuevos.”
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